No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido
ni me mueve el infierno tan temido
Para dejar por eso de ofenderte.
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Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
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Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno te temiera.
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No me tienes que dar porque te quiera;
pues, aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Anónimo)
En el miércoles de cenizas, al comenzar los cuarenta días de preparación a la Pascua, la Iglesia nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra penitencia se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la boca de tantos profetas y, en fin, de modo particularmente elocuente, en la boca del mismo Jesucristo: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt. 3,2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo «ayunó cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), antes de comenzar a enseñar. Con este ayuno cuaresmal, la Iglesia, en cierto sentido, esta llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor si quiere predicar eficazmente su Evangelio. En la Cuaresma – debe testimoniar de modo especial que la Iglesia acepta esta llamada de Cristo y que desea convertirse.
La penitencia en sentido evangélico significa sobre todo conversión. Bajo este aspecto es muy significativo el pasaje del Evangelio del Miércoles de Ceniza. Jesús habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por sus contemporáneos, por el pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo somete a crítica el modo puramente externo del cumplimiento de estos actos: limosna, ayuno, oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de los mismos actos. El fin de los actos de penitencia es un más profundo acercarse a Dios mismo para poderse encontrar con Él en lo íntimo, en el secreto del corazón. «Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas... para ser alabados de los hombres... ; No sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve lo oculto te premiará. Cuando oréis, no seáis como los hipócritas..., para ser vistos de los hombres..., sino... entra en tu cuarto y, cerrada la puerta, ora a tu padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará. Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas..., (sino)... úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt. 6,2).Por lo tanto, el significado primero y principal de la penitencia es interior, espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste en entrar en sí mismo, en lo más profundo del propio ser, entrar en esa dimensión de la propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. El hombre exterior debe ceder en cada uno de nosotros al hombre interior y, en cierto sentido, dejarle el puesto.
En la vida corriente el hombre no vive bastante interiormente. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad religiosa son principalmente interiores, pueden ceder a ese exterioricismo corriente, y, por lo tanto, pueden ser falsificados. En cambio, la penitencia, como conversión a Dios, exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias, sepa liberarse de la falsedad y encontrarse en toda su verdad interior. La acética será entonces un esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las diversas corrientes exteriores, para permanecer junto a Dios y así renovarse espiritualmente-
Pero el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice «entra en tu cuarto y cierra la puerta». Ese encerrarse es, al mismo tiempo, la apertura más profunda del corazón. Es indispensable para encontrarse con el Padre, y por esto debe realizarse. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente. Así, pues, la corriente principal de la Cuaresma debe correr a través del hombre interior, a través de corazones y conciencias. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. En este esfuerzo, la voluntad humana de convertirse a Dios es ayudada por la gracia proveniente de conversión y, al mismo tiempo, de perdón y liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo, una carga, sino también una alegría. A veces es una gran alegría del espíritu humano, alegría que otros manantiales no pueden dar. Parece que el hombre contemporáneo haya perdido, en cierta medida, el sabor de esta alegría. Ha perdido además el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que permite volver a encontrarse a sí mismo en la intimidad. A esto contribuyen muchas causas, que sería largo de analizar y no es la finalidad del presente artículo.
Nuestra civilización, estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, entrevé la necesidad del esfuerzo intelectual y físico; pero ha perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el hombre visto en sus dimensiones interiores. En fin, el hombre que vive en las corrientes de esta civilización moderna pierde muy frecuentemente la propia dimensión; pierde el sentido interior de la propia humanidad. A este hombre le resulta extraño tanto el esfuerzo que implica toda penitencia, como la alegría que proviene de ella: la alegría grande del descubrimiento y del encuentro, la alegría de la conversión, la alegría de la penitencia. La liturgia austera del Miércoles de Ceniza y, después, todo el período de la Cuaresma es –como preparación a la Pascua una llamada sistemática a esta alegría: a la alegría de la Pascua, a la alegría de la Resurrección de Cristo y de nuestra Resurrección a una vida nueva, a la alegría que fructifica por el esfuerzo de descubrirse de sí mismo interiormente Con paciencia: «Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas» (Lc. 21,19).
Que nadie tenga miedo de emprender este esfuerzo.
Padre Osvaldo Ballarre / Marzo 2011
(Extraído de las catequesis de Juan Pablo II)